En pausa, como un otoño sin fin, donde las hojas caen pero nunca tocan el suelo. Un pastel mordido, un café frío… contigo los días son inviernos eternos y veranos sin sol, donde el tiempo pesa como una niebla densa. Prefiero la distancia de tu sombra a la presencia de tu cuerpo. Crees que mi silencio es nostalgia y mi retirada es un juego, pero no. Amo el eco lejano de tu voz, que no se entiende, que no me toca. Tu orgullo te ciega, y mientras crees que me tienes, yo nunca he estado más lejos de alguien que de ti. Tus carencias me privan de mi, tu presencia me intoxica, y lo único que quiero es librarme... sin culpa.
Si hoy la vida comenzara, sería apenas un susurro del viento, una gaviota desplegando alas sobre el horizonte, una ola que despierta besando la arena. Si nos quedaran treinta años, seríamos viajeros del viento y la espuma, navegantes de cielos abiertos, barcos de velas blancas aprendiendo a domar las tormentas, dejando que nuestra historia se pose en el murmullo de la noche. Tendría treinta años para amarte con la ternura de la brisa, para respirarte, para vivirte, para perdernos y encontrarnos, una y otra vez, en el atardecer de tu boca. Si solo faltaran 30 años... Dime, ¿alzarías vuelo conmigo?
Un día me morí, hubo mucha sangre, nadie supo. No hubo un último suspiro dramático ni un cuerpo desplomado en el suelo. Fue una muerte silenciosa, invisible, de esas que ocurren en el alma y no en la piel. Me morí y en esa tarde mi mente gritaba, pero mi boca guardaba silencio. Morí y los abrazos que necesitaba, nunca llegaron, las palabras que quise decir se quedaron atrapadas en mi garganta durante ya casi 10 años. Ese agosto 2015 me sumió en una profunda oscuridad y aunque nadie lo supo, fue una muerte lenta, discreta, sin funeral ni luto. El mundo siguió girando, la gente siguió riendo, el sol salió al día siguiente como si nada hubiera pasado. Pero yo me rompí en pedazos y nadie vió las grietas.